13.8.11

«GOTAS DE SABIDURIA»



«La Gran Realidad»

   Un día, un ángel, que volvía volando al cielo, vio debajo de él una selva envuelta en un grande y resplandeciente halo de luz. Como había atravesado el cielo muchas veces, naturalmente había visto innumerables lagos, montañas y selvas, pero nunca les había prestado mucha atención. Ese día notó algo diferente; una selva rodeada por una aura radiante, de donde surgían rayos de luz hacia todas partes del firmamento. Se dijo: "¡Ah!, debe haber algún ser iluminado en este bosque. Bajaré y veré quien es".

   Al descender, el ángel vio a un Bodhisattwa tranquilamente sentado bajo un árbol, absorto en una profunda meditación. Entonces se dijo: "Veamos que meditación practica". Y el ángel abrió sus ojos celestiales para ver qué objeto o idea había enfocado la mente de aquél yogui.

   Los ángeles generalmente pueden leer la mente de los yoguis, pero esta vez, ante su  sorpresa, el ángel no encontró nada. Giró y giró alrededor del yogui y, finalmente, él mismo entró en Shamadhi, pero siguió sin encontrar nada en la mente del Bodhisattwa.

   Por último, el ángel se transformó en un ser humano, rodeó tres veces al yogui, se prosternó ante él y dijo: "Rindo honores al Auspicioso; te rindo homenaje. ¡Oh, Señor de todos los seres que sienten! Despierta, vuelve del Shamadhi, y dime qué estabas meditando. Todos mis poderes milagrosos están exhaustos, y aún no he podido descubrir qué hay en tu mente".

   El yogui sonrió... Otra vez, el ángel exclamó: "Te rindo homenaje. ¿En qué meditabas?"

   El yogui siguió sonriendo y guardó silencio.


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 «Las Botas Viejas»

   Un estudiante universitario salió un día a dar un paseo con uno de sus profesores, a quien los alumnos consideraban un amigo debido a su bondad para quienes seguían sus instrucciones.

   Mientras caminaban, vieron en el camino un par de botas viejas y supusieron que pertenecían a un anciano que trabajaba en el campo de al lado y que estaba a punto de terminar sus labores diarias.

   El alumno dijo al profesor:

   - Gastémosle una broma; escondamos las botas y ocultémonos detrás de esos arbustos para ver su cara cuando no las encuentre.

   - Mi querido amigo -le dijo el profesor-, nunca tenemos que divertirnos a expensas de los pobres. Tú eres rico y puedes darle una alegría a este hombre.

   Coloca una moneda en cada zapato y luego nos ocultaremos para ver cómo reacciona cuando las encuentre.

   Eso hizo y ambos se ocultaron entre los arbustos cercanos.

   El hombre pobre, terminó sus tareas, y cruzó el terreno en busca de sus botas y su abrigo.

   Se puso su abrigo y luego deslizó el pie en la bota, pero al sentir algo adentro, se agachó para ver qué era y encontró la moneda. Pasmado, se preguntó qué podía haber pasado. Miró la moneda, le dio vuelta y la volvió a mirar. A continuación, miró a su alrededor, hacia todos lados, pero no se veía a nadie.

   La guardó en el bolsillo y se puso la otra bota; su sorpresa fue doble al encontrar la otra moneda.

   Sus sentimientos lo sobrecogieron; cayó de rodillas y levantó la vista al cielo pronunciando un ferviente agradecimiento en voz alta, hablando de su esposa enferma y sin ayuda y de sus hijos que no tenían pan y que debido a una mano desconocida, tendrían para cenar.

   El estudiante quedó profundamente afectado y se le llenaron los ojos de lágrimas.

   - Ahora- dijo el profesor- ¿no estás más complacido que si le hubieras gastado una broma?

   El joven respondió:

   - Usted me ha enseñado una lección que jamás olvidaré. Ahora conozco algo que antes no conocía: la alegría de dar a los demás.

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«Las Cinco Campanas»

   Hace mucho tiempo, había una posada llamada “LA ESTRELLA DE PLATA”. El posadero, a pesar de que hacía cuanto podía por atraerse a la clientela esforzándose en hacer la posada confortable, atender cordialmente a los clientes y cobrar unos precios razonables, se las veía y se las deseaba para que le alcanzara el dinero. Desesperado, acudió a consultar a un Sabio.

   El Sabio, tras escuchar sus lamentos, le dijo: «Es muy sencillo. Lo único que tienes que hacer es cambiar el nombre de la posada».

   «Imposible», dijo el posadero. «¡Se ha llamado “LA ESTRELLA DE PLATA” durante generaciones, y así se la conoce en todo el país!».

   «No», replicó el Sabio enérgicamente. «A partir de ahora debes llamarla “LAS CINCO CAMPANAS” y colgar seis campanas sobre la entrada».

   «¿Seis campanas? ¡Eso es absurdo! ¿Para qué va a servir?».

   «Inténtalo, y lo verás», le respondió el sabio sonriendo.

   De modo que el posadero hizo lo que se le había dicho. Y sucedió lo siguiente: todo viajero que pasaba por delante de la posada entraba en ella para advertir al posadero acerca del error, creyendo que nadie hasta entonces había reparado en ello. Una vez dentro, quedaba tan impresionado por la cordialidad del servicio que se alojaba en la posada, con lo que el posadero llegó a amasar la fortuna que durante tanto tiempo había buscado en vano.

Hay pocas cosas que satisfagan más nuestro ego
que el corregir los errores de los demás.
 
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«Intelectualismo»

   Le preguntaron al Maestro: “¿De qué sirve estudiar libros?”

   El Maestro respondió: “Los libros sirven para inspirar al devoto, para alentarlo, para que tenga mayor celo y amor hacia Dios. El error viene cuando el discípulo lee libros muertos, esos que no contienen nada de Dios en sus páginas; y cuando lee demasiado sin practicar nunca las cosas buenas que de ellos aprende. El mucho estudio produce vanidad, una vacía satisfacción y lo que yo llamo una indigestión intelectual”.

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«El Anciano Ignorante»


   Un hombre de avanzada edad llamo a la puerta de un monasterio.

   Aunque era analfabeto y muy ignorante, vibraba en él, el deseo de purificarse y encontrar la libertad interior. Solicito humildemente que le aceptasen como novicio, pero los monjes y el abad del monasterio se dieron cuenta de que era analfabeto y de muy corto entendimiento intelectual.

   Le consideraron totalmente incapacitado para leer los sermones de Buda, recitar mantrams o poder efectuar las ceremonias sagradas. Pero contemplaban en el anciano mucha motivación espiritual y un ardiente deseo por perfeccionarse.

   ¿Que hacer, pues? No podía llevar a cabo ningún tipo de estudios, no entendería la esencia de los métodos meditacionales y ni siquiera comprendería el sentido de los rituales.

   ¿Que hacer entonces? El abad y los monjes hablaron sobre el tema unos minutos y decidieron permitirle al hombre que se quedara en el monasterio. Pero, aunque fuere porque no se sintiera humillado, alguna ocupación había que asignarle. Le dieron una escoba y le dijeron que se encargara de mantener limpio el jardín del monasterio.

   Iban transcurriendo los meses y los años. El anciano se aplicaba con minuciosidad y esmero a su sencilla tarea. En los fríos amaneceres del país de las nieves, imperturbado y muy atento, el hombre barría con precisión el jardín. Ni un solo día falto a su deber. Y poco a poco los novicios, monjes y lamas comenzaron a darse cuenta de que el anciano había conseguido un notable y evidente avance espiritual, un gran progreso anímico. Siempre era afectivo, nunca se inmutaba y era ecuánime en las palabras. Los monjes y lamas, extrañados, decidieron preguntar al barrendero que prácticas o métodos especiales había desarrollado para conseguir un estado de mente tan lucido, estable y ecuánime. El anciano dijo:

   "No, amigos, no he hecho nada especial, podéis creerme. Diariamente, con mucha atención, me he dedicado a limpiar el jardín. He puesto, eso si, mucho esmero y amor cada vez que barría la basura y limpiaba el jardín, pensaba que estaba barriendo la basura de mi corazón y limpiando mi espíritu. La verdad es que así, día a día, me he ido sintiendo mas sosegado, contento y lucido."

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«El Desapego»

   Un turista americano fue a El Cairo, con el único objetivo de visitar a un famoso sabio. El turista se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuarto muy simple y lleno de libros. Las únicas piezas de mobiliario eran una cama, una mesa y un banco.

   - ¿Dónde están sus muebles? – preguntó el turista.

   Y el sabio también preguntó: - ¿Y dónde están los suyos?

   - ¿Los míos? – se sorprendió el turista -¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!

   - Yo también… – concluyó el sabio.


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«Akbar en el "Namaaz"»


   El emperador mogol Akbar salió un día al bosque a cazar Cuando llegó la hora de la oración de la tarde, desmontó de su caballo, tendió su estera en el suelo y se arrodilló para orar, tal como hacen en todas partes los devotos musulmanes.

   Pero, en aquel preciso momento, una campesina, inquieta por la desaparición de su marido, que había salido de casa aquella mañana y no había regresado, pasó por allí como una exhalación, sin reparar en la presencia del arrodillado emperador, y tropezó con él, rodando por el suelo; pero se levantó y, sin pedir ningún tipo de disculpas, siguió corriendo hacia el interior del bosque.

   Akbar se sintió irritado por aquella interrupción, pero, como era un buen musulmán, observó la regla de no hablar con nadie durante el “namaaz”.

   Más tarde, justamente cuando él acababa su oración, volvió a pasar por allí la mujer, esta vez alegre y acompañada de su marido, al que había conseguido encontrar. Al ver al emperador y a su séquito, ella se sorprendió y se llenó de miedo. Entonces Akbar dio rienda suelta a su enojo contra ella y le gritó:

   «¡Explícame ahora mismo tu irrespetuoso comportamiento si no quieres que te castigue!”».

   Entonces la mujer perdió de pronto el miedo, miró fijamente a los ojos al emperador y le dijo: «Majestad, iba tan absorta pensando en mi marido que no os vi, ni siquiera cuando, como decís, tropecé con vos. Ahora bien, dado que vos estabais en pleno "namaaz", habíais de estar absorto en Alguien infinitamente más valioso que mi marido. ¿Cómo es que reparasteis en mí?».

   El emperador, avergonzado, no supo qué decir. Más tarde confiaría a sus amigos que una simple campesina, no un experto ni un “mullah”, le había enseñado lo que significa la oración.

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«El Monje y el Yo»

   Hay una reveladora historia acerca de un monje que vivía en el desierto egipcio y al que las tentaciones atormentaron de tal modo que ya no pudo soportarlo. De manera que decidió abandonar el cenobio y marcharse a otra parte.

   Cuando estaba calzándose las sandalias para llevar a efecto su decisión, vio, cerca de donde él estaba, a otro monje que también estaba poniéndose las sandalias.

  
¿Quién eres tú? preguntó al desconocido.

  
Soy tu yo, fue la respuesta. Si es por mi causa por lo que vas a abandonar este lugar, debo hacerte saber que, vayas adonde vayas, yo iré contigo.

   Un paciente, desesperado, le dijo al psiquiatra: «Vaya adonde vaya, tengo que ir conmigo mismo... ¡y eso lo fastidia todo!”.

 
   Tanto aquello de lo que huyes como aquello por lo que suspiras está dentro de ti.


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«Las Campanas del Templo»


   El templo había estado sobre una isla, dos millas mar adentro. Tenía un millar de campanas. Grandes y pequeñas campanas, labradas por los mejores artesanos del mundo. Cuando soplaba el viento o arreciaba la tormenta, todas las campanas del templo repicaban al unísono, produciendo una sinfonía que arrebataba a cuantos la escuchaban.

   Pero, al cabo de los siglos, la isla se había hundido en el mar y, con ella, el templo y sus campanas. Una antigua tradición afirmaba que las campanas seguían repicando sin cesar y que cualquiera que escuchara atentamente podría oírlas. Movido por esta tradición, un joven recorrió miles de millas, decidido a escuchar aquellas campanas. Estuvo sentado durante días en la orilla, frente al lugar en el que en otro tiempo se había alzado el templo, y escuchó, y escuchó con toda atención. Pero lo único que oía era el ruido de las olas al romper contra la orilla. Hizo todos los esfuerzos posibles por alejar de sí el ruido de las olas, al objeto de poder oír las campanas. Pero todo fue en vano; el ruido del mar parecía inundar el universo.

   Persistió en su empeño durante semanas. Cuando le invadió el desaliento, tuvo ocasión de escuchar a los sabios de la aldea, que hablaban con unción de la leyenda de las campanas del templo y de quienes las habían oído y certificaban lo fundado de la leyenda. Su corazón ardía en llamas al escuchar aquellas palabras... para retornar al desaliento cuando, tras nuevas semanas de esfuerzo, no obtuvo ningún resultado. Por fin decidió desistir de su intento. Tal vez él no estaba destinado a ser uno de aquellos seres afortunados a quienes les era dado oír las campanas. O tal vez no fuera cierta la leyenda. Regresaría a su casa y reconocería su fracaso. Era su último día en el lugar y decidió acudir una última vez a su observatorio, par decir adiós al mar, al cielo, al viento y a los cocoteros. Se tendió en la arena, contemplando el cielo y escuchando el sonido del mar. Aquel día no opuso resistencia a dicho sonido, sino que, por el contrario, se entregó a él y descubrió que el bramido de las olas era un sonido realmente dulce y agradable. Pronto quedó tan absorto en aquel sonido que apenas era consciente de sí mismo. Tan profundo era el silencio que producía en su corazón...

   ¡Y en medio de aquel silencio lo oyó! El tañido de una campanilla, seguido por el de otra, y otra, y otra... Y en seguida todas y cada una de las mil campanas del templo repicaban en una gloriosa armonía, y su corazón se vio transportado de asombro y de alegría.

   Si deseas escuchar las campanas del templo, escucha el sonido del mar. Si deseas ver a Dios, mira atentamente la creación. No la rechaces: no reflexiones sobre ella. Simplemente, mírala.

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«El Farol Rojo»

   En la bella ciudad de Marraquech vivía un pobre pastelero que, ante la mala fortuna en su negocio, decidió partir hacia otras tierras, con la esperanza de encontrar una vida mejor. Ahmed recogió lo único que tenía, un farolillo de hojalata con cristales rojos, y emprendió su viaje.

   Al cabo de varios días, llegó a un próspero valle, donde fue recibido por el jeque de aquel lugar, un hombre generoso y hospitalario. En pago por su hospitalidad, Ahmed le regaló lo único que tenía: su farolillo rojo. El jeque examinó el farol con asombro, porque en aquella ciudad no conocían el cristal, y aquello de ver la luz de una vela brillando a través de un cristal rojo le parecía un espectáculo maravilloso. ¿Cómo podría corresponder adecuadamente a aquel maravilloso obsequio, si él sólo tenía montones de oro y piedras preciosas? Al final, ofreció a Ahmed doce camellos cargados de piedras preciosas, y éste, sorprendido, volvió a Marraquech, donde se construyó un magnífico palacio rodeado de jardines.

   Ahmed tenía un hermano llamado Said, que gozaba de cierta riqueza, pero que nunca había ayudado a su hermano cuando éste lo había necesitado. Envidioso por la suerte de Ahmed, fue a verle, y consiguió enterarse del origen de su sorprendente fortuna. Entonces pensó que si su hermano había conseguido toda esa riqueza a cambio de un simple farol rojo, ¿Qué no le darían a él, a cambio de un regalo realmente valioso? Así que vendió todo cuanto tenía, cargó sus pertenencias en unas mulas, y partió, siguiendo el camino que su hermano le había indicado.

   Pero durante el viaje fue asaltado por una partida de ladrones, que le robaron todo, viéndose entonces Said tan pobre como en otro tiempo lo había sido Ahmed. Con todo, decidió seguir, hasta que un día llegó a su destino.

   El jeque lo acogió con hospitalidad. En el momento de partir, Said le ofreció como regalo lo único que le había quedado, un viejo reloj de latón sin ningún valor. Mas en aquella ciudad tampoco se había oído hablar jamás de relojes, por lo que el jeque valoró aquel regalo mucho más que cualquier otra riqueza. Pensando sobre cómo corresponder a aquel maravilloso presente, y pensando que las joyas no significaban nada, que eran simples bagatelas, llegó a la conclusión de que sólo había en su palacio un tesoro que fuera digno de aquella incomparable máquina de medir el tiempo. Con infinito pesar, el jeque regaló a Said su objeto más preciado: el farol de cristales rojos que siempre llevaba consigo.

   Ni que decir tiene que los ladrones no molestaron a Said en su camino de vuelta a Marraquech.

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«Atención» 

      Un día un hombre del pueblo dijo al maestro zen Ikkyu:

   —«Maestro, ¿quieres apuntarme algunas reglas básicas de la sabiduría suprema?»

   Ikkyu cogió la pluma y escribió: «Atención».

   —«¿Eso es todo?», preguntó el hombre, «¿No quieres añadir nada más?»

   Ikkyu escribió dos veces más:

   —«Atención. Atención».

   El hombre algo irritado dijo: «No veo gran profundidad o ingeniosidad en lo que acabas de escribir».

   Ikkyu escribió la misma palabra otras tres veces más:

   —«Atención, atención, atención».

   Algo enojado, el hombre preguntó: —«¿Qué significa en realidad la palabra "atención"?»

   Ikkyu contestó con suavidad: «Atención significa atención».


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«Amor»

   Preguntaba una pareja de recién casados: «¿Qué debemos hacer para que perdure nuestro amor?»

   Y ésta fue la respuesta del Maestro: «Amad los dos juntos otras cosas».


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«Aprendiz del Tiro con Arco»

   El  príncipe había escuchado las excelencias del mejor maestro de arquería, por lo que decidió que viniera a verlo y le pidió que le enseñara su técnica. El maestro accedió y diariamente daba clases al príncipe. Después de un tiempo, le dijo:

   —Alteza, llegado es el momento de que practique solo. Tenga disciplina, atención y firmeza. Recuerde las enseñanzas y practique sin desfallecer. Venga a verme de vez en cuando para ponerme al corriente de sus ejercicios.

   Transcurrieron las semanas. Un día, el príncipe soltó la flecha y dio con ella en la diana. Muy contento, fue a visitar a su maestro y se lo contó, pero éste le preguntó:

   —¿Ha sido totalmente consciente de cómo a sucedido?

   —No —repuso el príncipe—. He dado en la diana, pero no he sido consciente de cómo lo he hecho.

   —Muy bien —dijo el maestro—. Ha sucedido. Ésa es la primera fase. Ahora viene la segunda. Siga ejercitándose y no se detenga hasta que sepa cómo ha sucedido. Tense y suelte, pero con plena conciencia, y así descubrirá cómo ocurre. Cuando lo explore y lo descubra, logrará ser un buen arquero. Equilibre el arco, tense y suelte. Deje que suceda y a la vez tome conciencia de ello.

   El príncipe siguió practicando durante meses. Pasado ese tiempo se reunió con el arquero y le dijo satisfecho:

   —Ya sé cómo sucede. El secreto está en saber tensar y saber soltar.

   —Magnífico —dijo el mentor—. Ahora viene la tercera fase.

   —Pero, ¿hay otra fase?

   —Si, la más importante. Es el momento de integrar en su vida diaria lo que ha aprendido con el arco, asimilándolo en su interior para siempre: tensar y soltar, tomar y dejar, asir y abandonar, estirar y aflojar, en suma, vivir en armonía. Esa es la fase más importante y lo será mucho más, príncipe, cuando se convierta en un rey y deba dirigir a su pueblo.

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«El Rey de los Monos»

   Cuando el rey de los monos se enteró de dónde se encontraba Buda, corrió hacia él y le dijo:

   –Señor, me extraña que siendo yo el rey de los monos no hayáis enviado nunca a nadie a buscarme para conocerme. Soy el rey de millares de monos. Tengo un gran poder.

   Buda guardó el noble silencio. El rey de los monos se mostraba descaradamente arrogante y fatuo.

   –No lo dudéis, señor –agregó–; soy el más fuerte, el más rápido, el más resistente y el más diestro. Por eso soy el rey de los monos. Si no lo creéis, ponedme a prueba. No hay nada que no pueda hacer. Si lo deseáis, viajaré al fin del mundo para demostrároslo.

   Buda seguía en silencio, pero escuchándolo con atención. El rey de los monos añadió con aire prepotente:

   –Ahora mismo partiré hacia el fin del mundo y luego regresaré de nuevo hasta vos.

   Y partió. Días y días de viaje. Surcó mares, desiertos, dunas, bosques, montañas, canales, estepas, lagos, llanuras, valles... Finalmente llegó a un lugar en el que se encontró con cinco columnas y, allende las mismas, sólo un inmenso abismo. Se dijo a sí mismo: «No cabe duda, he aquí el fin del mundo. Soy formidable; no tengo rival en resistencia e intrepidez». Entonces emprendió el camino de regreso y de nuevo fue dejando atrás desiertos, dunas, valles, océanos... Después de varias semanas, llegó de nuevo a su lugar de partida y se encontró frente a Buda.

   –Ya me tienes aquí –dijo con arrogancia–. Habrás comprobado, señor, que soy el más osado, hábil, veloz y capacitado. Por este motivo soy el indiscutible rey de los monos.

   Buda se limitó a decir:

   –Mira bien donde te encuentras.

   El rey de los monos, estupefacto, se dio cuenta de que estaba en medio de la palma de una de las manos de Buda y de que jamás había salido de la misma. Había llegado hasta sus dedos, que le parecieron columnas, y más allá sintió el abismo, fuera de la mano de Buda, que jamás había sobrepasado.

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«Sabiduría»

   Al Maestro le encantaba siempre ver cómo las personas reconocían su ignorancia.

   «La sabiduría», afirmaba él, «tiende a crecer a medida que crece también la conciencia de la propia ignorancia».

   Y cuando le pidieron que lo explicara, dijo: «Cuando consigues comprender que no eres hoy tan sabio como ayer creías serlo, resulta que hoy eres aún más sabio».

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«La Providencia»

   Se hallaba un sacerdote sentado en su escritorio, junto a la ventana, preparando un sermón sobre la Providencia. De pronto oyó algo que le pareció una explosión, y a continuación vio cómo la gente corría enloquecida de un lado para otro, y supo que había reventado una presa, que el río se había desbordado y que la gente estaba siendo evacuada.

   El sacerdote comprobó que el agua había alcanzado ya a la calle en la que él vivía, y tuvo cierta dificultad en evitar dejarse dominar por el pánico. Pero consiguió decirse a sí mismo: “Aquí estoy yo, preparando un sermón sobre la Providencia, y se me ofrece la oportunidad de practicar lo que predico. No debo huir con los demás, sino quedarme aquí y confiar en que la providencia de Dios me ha de salvar”.

   Cuando el agua llegaba ya a la altura de su ventana, pasó por allí una barca llena de gente. “¡Salte adentro, Padre!”, le gritaron. “No, hijos míos”, respondió el sacerdote lleno de confianza, “yo confío en que me salve la providencia de Dios”.

   El sacerdote subió al tejado y, cuando el agua llegó hasta allí, pasó otra barca llena de gente que volvió a animar encarecidamente al sacerdote a que subiera. Pero él volvió a negarse.

   Entonces se encaramó a lo alto del campanario. Y cuando el agua le llegaba ya a las rodillas, llegó un agente de policía a rescatarlo con una motora. Muchas gracias, agente”, le dijo el sacerdote sonriendo tranquilamente, “pero ya sabe usted que yo confío en Dios, que nunca habrá de defraudarme”.

   Cuando el sacerdote se ahogó y fue al cielo, lo primero que hizo fue quejarse ante Dios: “¡Yo confiaba en tí! ¿Por qué no hiciste nada por salvarme?”.

   “Bueno”, le dijo Dios, “la verdad es que envié tres botes ¿no lo recuerdas?”.

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«Identificación»

   «Desearía ver a Dios».

   «Estás mirándolo en este mismo momento», dijo el Maestro.

   «Entonces, ¿por qué no lo veo?»

   «¿Por qué el ojo no se ve a sí mismo?», replicó el Maestro.

   Más tarde se explicaba el Maestro de la siguiente manera: «Pedir a un cuchillo que se corte a sí mismo, o a un diente que se muerda a sí mismo, es igual que pedir a Dios que se revele a sí mismo».

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«Maya»

   En cierta ocasión, explicaba el Maestro del siguiente modo cómo la iluminación no proviene del esfuerzo, sino de la percepción:

   «Imaginad que se os ha hipnotizado a todos para haceros creer que hay un tigre en esta habitación. En vuestro miedo, intentaréis huir de él, luchar contra él, protegeros de él, apaciguarlo… Pero una vez que se pasan los efectos de la hipnosis, percibís que no es preciso hacer nada de eso. Y entonces habréis cambiado radicalmente:

   La percepción rompe el hechizo,
   el hechizo roto ocasiona el cambio,
   el cambio conduce a la inacción,
   y la inacción es poder:
   podéis hacerlo todo en el mundo,
   porque ya no sois vosotros quienes lo hacéis».

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«Contemplación»

   El Maestro solía decir que sólo el Silencio conducía a la transformación.

   Pero nadie conseguía convencerle de que definiera en qué consistía el Silencio. Cuando alguien lo intentaba, él sonreía y se tocaba los labios con el dedo índice, lo cual no hacía más que acrecentar la perplejidad de sus discípulos.

   Pero un día se logró dar un importante paso cuando alguien le preguntó: «¿Y cómo puede uno llegar a ese Silencio del que tú hablas?»

   El Maestro respondió algo tan simple que sus discípulos se le quedaron mirando, buscando en su rostro algún indicio que les hiciera ver que estaba bromeando. Pero no bromeaba. Y esto fue lo que dijo: «Estéis donde estéis, mirad incluso cuando aparentemente no hay nada que ver; y escuchad aun cuando parezca que todo está callado». 


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«¿Quién es un Maestro?»

   Ningún alumno Zen se atrevería a enseñar a los demás hasta haber vivido con su Maestro al menos durante diez años. Después de diez años de aprendizaje, Tenno se convirtió en maestro.

   Un día fue a visitar a su Maestro Nan-in. Era un día lluvioso, de modo que Tenno llevaba chanclos de madera y portaba un paraguas.

   Cuando Tenno llegó, Nan-in le dijo:

   — «Has dejado tus chanclos y tu paraguas a la entrada, ¿no es así? Pues bien: ¿puedes decirme si has colocado el paraguas a la derecha o a la izquierda de los chanclos?».

   Tenno no supo responder y quedó confuso. Se dio cuenta entonces de que no había sido capaz de practicar la Conciencia Constante. De modo que se hizo alumno de Nan-in y estudió otros diez años hasta obtener la Conciencia Constante.

   El hombre que es constantemente consciente, el hombre que está totalmente presente en cada momento: ése es el Maestro. 


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   Proverbio japonés: "Procura que tus palabras sean mejor que el silencio". 

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«El Peor Enemigo»

   Tajima no Kami era maestro de esgrima en la casa del Shogun.

   Un miembro de la guardia personal del Shogun acudió a él un día pidiéndole que le adiestrara en el manejo de la espada.

   «Te he observado con detenimiento», le dijo Tajima no Kami, «y me ha parecido que eres un auténtico maestro en ese arte. Antes de tomarte como discípulo, quisiera saber con qué maestro has estudiado.»

   «Jamás he estudiado con nadie el arte de la esgrima», le respondió el otro.

   «No puedes engañarme», dijo el maestro. «Tengo un ojo muy perspicaz que nunca me falla.»

   «No pretendo contradeciros, excelencia», dijo el guardia, «pero la verdad es que no sé una palabra de esgrima.»

   El maestro le obligó a cruzar la espada con él durante unos minutos; luego se detuvo y le dijo. «Puesto que tú dices que nunca has aprendido este arte, yo acepto tu palabra y te creo. Pero lo cierto es que te bates como un maestro. Háblame de ti.»
 
   «Sólo hay una cosa que pueda deciros», dijo el miembro de la guardia. «Cuando era niño, un samurai me dijo que un hombre no debía jamás temer a la muerte. Por eso me he debatido con el problema de la muerte hasta que ésta dejó de producirme la más mínima inquietud.»

   «¡De modo que era eso...!», exclamó Tajima no Kami. «El secreto último de la esgrima consiste en estar libre del miedo a la muerte. Tú no necesitas adiestrarte, eres maestro de pleno derecho.»

   Los que no han alcanzado la iluminación siempre están angustiados.  Son como el que cae al agua y no sabe nadar: se asusta, y por eso se hunde, y por eso se esfuerza por mantenerse a flote, y por eso se hunde cada vez más. Si perdiera el miedo y dejara que su cuerpo se hundiera libremente, éste retornaría a la superficie por sí solo.

   Un hombre cayó al río en pleno ataque epiléptico. Cuando volvió en sí le sorprendió verse tendido en la orilla. El mismo ataque que le había arrojado al río le había salvado la vida, al alejar de él el miedo a morir ahogado. Eso es la iluminación.
 


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   Proverbio euskera: "El joven si supiera, el viejo si pudiera" (Gazteak baleki, zaharrak baleza).

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«El Poder de la Esperanza»

   Un factor fundamental para alcanzar la libertad es el conocimiento ocasionado por la adversidad.

   Un hombre, completamente perdido en el desierto, desesperaba de poder encontrar agua. A duras penas fue remontando una duna tras otra, mirando desde arriba en todas las direcciones con la esperanza de divisar en alguna parte una corriente de agua. Pero todo fue inútil.

   Mientras avanzaba tambaleándose, tropezó con el pie en un arbusto seco y cayó al suelo. Y allí se quedó, sin fuerzas siquiera para ponerse en pie y sin el menor deseo de seguir luchando, desesperado de poder sobrevivir a aquella pesadilla.

   Tendido en la arena, derrotado y abatido, de pronto fue consciente del silencio del desierto. Por todas partes reinaba una majestuosa tranquilidad que no se veía perturbada por el más mínimo sonido. Intuitivamente, alzó su cabeza. Había oído algo. Algo tan tenue que sólo el oído más agudo y el más profundo silencio podían llevar a detectar: el sonido del agua cuando fluye.

   Alentado por la esperanza que aquel sonido había despertado en él, se levantó y no dejó de andar hasta que llegó a un arroyo de limpias y refrescantes aguas.

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   Proverbio mexicano: "Cuando te toca, aunque te quites, y cuando no te toca, aunque te pongas".

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«¿Cómo os declaráis?»

   “Encausado”, dijo el Gran Inquisidor, “se os acusa de incitar a la gente a quebrantar las leyes, tradiciones y costumbres de nuestra santa religión. ¿Cómo os declaráis?”.

   “Culpable, Señoría”.

   “Se os acusa también de frecuentar la compañía de herejes, prostitutas, pecadores públicos, recaudadores de impuestos y ocupantes extranjeros de nuestra nación; en suma: todos los excomulgados. ¿Cómo os declaráis?”.

   “Culpable, Señoría”.

   “Por último, se os acusa de revisar, corregir y poner en duda los sagrados dogmas de nuestra fe. ¿Cómo os declaráis?”.

   “Culpable, Señoría”.

   “¿Cuál es vuestro nombre, encausado?”.

   “Jesucristo, Señoría”.  

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   Proverbio árabe: "Alá es grande, pero ata fuerte tu camello".

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«La Estación de Salvamento»

   En un determinado lugar de una accidentada costa, donde eran frecuentes los naufragios, había una pequeña y destartalada estación de salvamento que constaba de una simple cabaña y un humilde barco. Pero las pocas personas que la atendían lo hacían con verdadera dedicación, vigilando constantemente el mar e internándose en él intrépidamente, sin preocuparse de su propia seguridad, si tenían la más ligera sospecha de que en alguna parte había un naufragio. De ese modo salvaron muchas vidas y se hizo famosa la estación.

   Y a medida que crecía dicha fama, creció también el deseo, por parte de los habitantes de las cercanías, de que se les asociara a ellos con tan excelente labor. Para lo cual se mostraron generosos a la hora de ofrecer su tiempo y su dinero, de manera que se amplió la plantilla de socorristas, se compraron nuevos barcos y se adiestró a nuevas tripulaciones. También la cabaña fue sustituida por un confortable edificio capaz de satisfacer adecuadamente las necesidades de los que habían sido salvados del mar y, naturalmente, como los naufragios no se producen todos los días, se convirtió en un popular lugar de encuentro, en una especie de club local. Con el paso del tiempo, la vida social se hizo tan intensa que se perdió casi todo el interés por el salvamento, aunque, eso sí, todo el mundo ostentaba orgullosamente las insignias con el lema de la estación. Pero, de hecho, cuando alguien era rescatado del mar, siempre podía detectarse el fastidio, porque los náufragos solían estar sucios y enfermos y ensuciaban la moqueta y los muebles.

   Las actividades sociales del club pronto se hicieron tan numerosas, y las actividades de salvamento tan escasas que en una reunión del club se produjo un enfrentamiento con algunos miembros que insistían en recuperar la finalidad y la actividad originarias. Se procedió a una votación, y aquellos alborotadores, que demostraron ser minoría, fueron invitados a abandonar el club y crear otro por su cuenta.

   Y esto fue justamente lo que hicieron: crear otra estación en la misma costa, un poco más allá, en la que demostraron tal desinterés de sí mismos y tal valentía que se hicieron famosos por su heroísmo. Con lo cual creció el número de sus miembros, se reconstruyó la cabaña... y acabó apagándose su idealismo. Si, por casualidad, visita usted hoy aquella zona, se encontrará con una serie de clubs selectos a lo largo de la costa, cada uno de los cuales se siente orgulloso, y con razón, de sus orígenes y de su tradición. Todavía siguen produciéndose naufragios en la zona, pero a nadie parecen preocuparle demasiado.

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   Proverbio persa: "La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces".

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«Uno de Vosotros es el Mesías»

   El guru, que se hallaba meditando en su cueva del Himalaya, abrió los ojos y descubrió, sentado frente a él, a un inesperado visitante: el abad de un célebre monasterio.

   “¿Qué deseas?”, le preguntó el guru.

   El abad le contó una triste historia. En otro tiempo, su monasterio había sido famoso en todo el mundo occidental, sus celdas estaban llenas de jóvenes novicios, y en su iglesia resonaba el armonioso canto de sus monjes. Pero habían llegado malos tiempos: la gente ya no acudía al monasterio a alimentar su espíritu, la avalancha de jóvenes candidatos había cesado y la iglesia se hallaba silenciosa. Sólo quedaban unos pocos monjes que cumplían triste y rutinariamente sus obligaciones. Lo que el abad quería saber era lo siguiente: “¿Hemos cometido algún pecado para que el monasterio se vea en esta situación?”

   “Sí”, respondió el guru, “un pecado de ignorancia”.
   “¿Y qué pecado puede ser ése?”
   “Uno de vosotros es el Mesías disfrazado, y vosotros no lo sabéis”. Y, dicho esto, el guru cerró sus ojos y volvió a su meditación.

   Durante el penoso viaje de regreso a su monasterio, el abad sentía cómo su corazón se desbocaba al pensar que el Mesías, ¡el mismísimo Mesías!, había vuelto a la tierra y había ido a parar justamente a su monasterio. ¿Cómo no había sido él capaz de reconocerle? ¿Y quién podría ser? ¿Acaso el hermano cocinero? ¿El hermano sacristán? ¿El hermano administrador? ¿O sería él, el hermano prior? ¡No, él no! Por desgracia, él tenía demasiados defectos...

   Pero resulta que el guru había hablado de un Mesías “disfrazado”... ¿No serían aquellos defectos parte de su disfraz? Bien mirado, todos en el monasterio tenían defectos... ¡y uno de ellos tenía que ser el Mesías!

   Cuando llegó al monasterio, reunió a los monjes y les contó lo que había averiguado. Los monjes se miraban incrédulos unos a otros: ¿el Mesías... aquí? ¡Increíble! Claro que, si estaba disfrazado... entonces, tal vez... ¿Podría ser Fulano...? ¿O Mengano, o...?

   Una cosa era cierta: si el Mesías estaba allí disfrazado, no era probable que pudieran reconocerlo. De modo que empezaron todos a tratarse con respeto y consideración. “Nunca se sabe”, pensaba cada cual para sí cuando trataba con otro monje, “tal vez sea éste...”

   El resultado fue que el monasterio recobró su antiguo ambiente de gozo desbordante. Pronto volvieron a acudir docenas de candidatos pidiendo ser admitidos en la Orden, y en la iglesia volvió a escucharse el jubiloso canto de los monjes, radiantes del espíritu de Amor.

    ¿De qué sirve tener ojos si el corazón está ciego?
 
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   Proverbio indio: "La Tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos".
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«La Pantomima Papal»

   Hace muchos años, allá por la Edad Media, los consejeros del Papa recomendaron a éste que desterrara a los judíos de Roma. Según ellos, resultaba indecoroso que aquellas personas vivieran tan ricamente en el corazón mismo del mundo católico. Así pues, se redactó y fue promulgado un edicto de expulsión, para general consternación de los judíos, que sabían que, dondequiera que fuesen, no podían esperar un trato mejor que el que les obligaba a salir de Roma. De manera que suplicaron al Papa que reconsiderara su decisión. El Papa, que era un hombre ecuánime, les hizo una propuesta un tanto arriesgada: debían elegir a alguien para que discutiera el asunto con él mismo en público y, si salía victorioso del debate, los judíos podrían quedarse.

   Los judíos se reunieron a considerar la propuesta. Rechazarla significaba la expulsión. Aceptarla significaba exponerse a una derrota segura, porque ¿quién iba a vencer en un debate en el que el Papa era juez y parte a la vez? Sin embargo, no había más remedio que aceptar. Ahora bien, resultaba imposible encontrar a un voluntario dispuesto a debatir con el Papa: la responsabilidad de cargar sobre sus hombros con el destino de los judíos era más de lo que cualquier hombre podía soportar.
 
   Pero, cuando el portero de la sinagoga se dio cuenta de lo que ocurría, se presentó ante el Gran Rabino y se ofreció como voluntario para representar a su pueblo en el debate. “¿El portero?”, exclamaron los demás rabinos cuando lo supieron. “¡Imposible!”.
“Está bien”, dijo el Gran Rabino, “ninguno de nosotros está dispuesto a hacerlo; de manera que, o lo hace el portero o no hay debate”. Y así, a falta de otra persona, se designó al portero para que celebrara el debate con el Papa.
 
   Llegado el gran día, el Papa se sentó en un trono en la plaza de San Pedro, rodeado de sus cardenales y en presencia de una multitud de obispos, sacerdotes y fieles. Al poco tiempo llegó la pequeña comitiva de delegados judíos, con sus negros ropajes y sus largas barbas, rodeando al portero de la sinagoga.
 
   Quedaron el uno frente al otro, y el debate comenzó. El Papa alzó solemnemente un dedo hacia el cielo y trazó un amplio arco en el aire. Inmediatamente, el portero señaló con énfasis hacia el suelo. El Papa pareció quedar desconcertado. Entonces volvió a alzar su dedo con mayor solemnidad aún y lo mantuvo firmemente ante el rostro del portero. Este, a su vez, alzó inmediatamente tres dedos y los mantuvo con la misma firmeza frente al Papa, el cual pareció asombrarse de aquel gesto. Entonces el Papa deslizó una de sus manos entre sus ropajes y extrajo una manzana. El portero, por su parte, sin pensarlo dos veces, introdujo su mano en una bolsa de papel que llevaba consigo y sacó de ella una delgada torta de pan. Entonces el Papa exclamó con voz potente: “¡El representante judío ha ganado el debate! Queda revocado, pues, el edicto”.
 
   Los dirigentes judíos rodearon inmediatamente al portero y se lo llevaron, mientras los cardenales se apiñaban atónitos en torno al Papa. “¿Qué ha sucedido, Santidad?”, le preguntaron. “Nos ha sido imposible seguir el rapidísimo toma y daca del debate...” El Papa se enjugó el sudor de su frente y dijo: “Ese hombre es un brillante teólogo y un maestro del debate.
 
   Yo comencé señalando con un gesto de mi mano la bóveda celeste, como dando a entender que el universo entero pertenece a Dios; y él señaló hacia abajo con su dedo, recordándome que hay un lugar llamado "infierno" donde el demonio es el único soberano. Entonces alcé yo un dedo para indicar que Dios es uno. ¡Imagínense mi sorpresa cuando le vi alzar a él tres dedos indicando que ese Dios uno se manifiesta por igual en tres personas, suscribiendo con ello nuestra propia doctrina sobre la Trinidad! Sabiendo que no podría vencer a ese genio de la teología, intenté, por último, desviar el debate hacia otro terreno, y para ello saqué una manzana, dando a entender que, según los más modernos descubrimientos, la tierra es redonda. Pero, al instante, él sacó una torta de pan ázimo para recordarme que, de acuerdo con la Biblia, la tierra es plana. De manera que no he tenido más remedio que reconocer su victoria...”.
 
   Para entonces, los judíos habían llegado ya a su sinagoga. “¿Qué es lo que ha ocurrido?”, le preguntaron perplejos al portero, el cual daba muestras de estar indignado. “¡Todo ha sido un montón de tonterías!”, respondió. “Veréis: primero, el Papa hizo un gesto con su mano como para indicar que todos los judíos teníamos que salir de Roma. De modo que yo señalé con el dedo hacia abajo para darle a entender con toda claridad que no pensábamos movernos. Entonces él me apunta amenazadoramente con un dedo como diciéndome: "¡No te me pongas chulo!" Y yo le señalo a él con tres dedos para decirle que él era tres veces mas chulo que nosotros, por haber ordenado arbitrariamente que saliéramos de Roma. Entonces veo que él saca su almuerzo, y yo saco el mío”.  

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   Proverbio chino: "No puedes evitar que el pájaro de la tristeza vuele sobre tu cabeza, pero si puedes evitar que anide en tu cabellera". 

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«El Rabino Danzante»

   Un cuento «hasídico»:

   Los judíos de una pequeña ciudad rusa esperaban ansiosos la llegada de un rabino. Se trataba de un acontecimiento poco frecuente, y por eso habían dedicado mucho tiempo a preparar las preguntas que iban a hacerle.

   Cuando, al fin, llegó y se reunieron con él en el ayuntamiento, el rabino pudo palpar la tensión reinante mientras todos de disponían a escuchar las respuestas que él iba a darles.

   Al principio no dijo nada, sino que se limitó a mirarles fijamente a los ojos, a la vez que tarareaba insistentemente una melodía. Pronto empezó todo el mundo a tararear. Entonces el rabino se puso a cantar, y todos le imitaron. Luego comenzó a balancearse y a danzar con gestos solemnes y rítmicos, y  todos hicieron lo mismo. Al cabo de un rato, estaban todos tan enfrascados en la danza y tan absortos en sus movimientos que parecían insensibles a todo lo demás; de este modo, todo el mundo quedó restablecido y curado de la fragmentación interior que nos aparta de la Verdad.
   
   Transcurrió casi una hora hasta que la danza, cada vez más lenta, acabó cesando. Una vez liberados de su tensión interior, todos se sentaron, disfrutando de la silenciosa paz que invadía el recinto. Entonces pronunció el rabino sus únicas palabras de aquella noche: «Espero haber respondido a vuestras preguntas».


   Cuando le preguntaron a un derviche por qué daba culto a Dios por medio de la danza, respondió: «Porque dar culto a Dios significa morir al propio yo. Ahora bien, la danza mata al yo; cuando el yo muere, todos los problemas mueren con él; y donde no está el yo, está el Amor, está Dios».


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Proverbio chino: "Excava el pozo antes de que tengas sed".

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«El León Cautivo»

   Un león fue capturado y encerrado en un campo de concentración, donde, para su sorpresa, se encontró con otros leones que llevaban allí muchos años (algunos incluso toda su vida, porque habían nacido en cautividad).

   El león no tardó en familiarizarse con las actividades sociales de los restantes leones del campo, los cuales estaban asociados en distintos grupos. Un grupo era el de los “socializantes”; otro, el del mundo del espectáculo; incluso había un grupo cultural, cuyo objetivo era preservar cuidadosamente las costumbres, la tradición y la historia de la época en que los leones eran libres; había también grupos religiosos, que solían reunirse para entonar conmovedoras canciones acerca de una futura selva en la que no habría vallas ni cercas de ningún tipo; otros grupos atraían a los que tenían temperamento literario y artístico; y había, finalmente, revolucionarios que se dedicaban a conspirar contra sus captores o contra otros grupos revolucionarios. De vez en cuando estallaba una revolución, y un determinado grupo era eliminado por otro, o resultaban muertos los guardianes del campo y reemplazados por otros guardianes.


   Mientras lo observaba todo, el recién llegado reparó en la presencia de un león que parecía estar siempre profundamente dormido, un solitario no perteneciente a ningún grupo y ostensiblemente ajeno a todos. Había en él algo extraño que concitaba, por una parte, la admiración y, por otra, la hostilidad general, porque su presencia infundía temor e incertidumbre.


   «No te unas a ningún grupo», le dijo al recién llegado. «Esos pobres locos se ocupan de todo menos de lo esencial».


   «¿Y qué es lo esencial?», preguntó el recién llegado.


   «Estudiar la naturaleza de la cerca».


   ¡Ninguna otra cosa, absolutamente ninguna, importa!

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Gota a gota se hace mar